Relato desgarrado

Relato inspirado en la imagen de la portada de El País Semanal
del 14 de febrero de 2010


Moría. Sentía cómo mi vida perdía todo su sentido, cómo mis fuerzas y mi ánima me abandonaban. Mi corazón se había vuelto a desgarrar en mil pedazos. Mis ojos sangraban de tristeza. Todas mis entrañas, dolientes, deseaban abandonar mi alma crucificado. Mis pupilas no querían ver, pues todo me recordaba a ella. Pero si se cerraban, la oscuridad me traía los peores momentos de mi vida, las frases, las miradas... los silencios. Maldita sea la memoria que castiga cruelmente a los débiles de corazón, los que buscan el amor pero no saben amar, los que caen en las garras de la ilusión, tropiezan en la trampa de la mentira, o no entienden el terrible lenguaje de la indiferencia.

Era tal el sufrimiento que vivir era el castigo. Tenía que acabar con el dolor, aplacar esta agonía. Tanta lástima daba, que ni la muerte me quería. Necesitaba anular mis sentidos, extirpar de mi cerebro todo aquello que me atormentaba, dejarme en manos del delirio de la inconsciencia. Dando tumbos llegué al santuario de los fracasados, heridos y cobardes, y el mismo demonio me sirvió el más fuerte de los venenos, aquel que me salvase de esta tortura. Tras el escalofrío del asco, poco a poco el mortal fluido empezó a recorrer mi cuerpo hasta llegar a su destino, y las imágenes y palabras que estaban clavados en mi alma, como cristales sobre mi piel, comenzaron a soltarse, las heridas dejaron de supurar angustia, y mi cuerpo se dejó en manos del titiritero cegado por la embriaguez. Cuando por fin éste no pudo sostenerme, soltó el muñeco de trapo que yo era y, sin sentir el duro golpe contra el suelo, di por terminado mi camino al mundo de los sueños.

Viajé por aquellos lugares que marcaron mi infancia. Yo iba desnudo. Me perseguían. Escapaba volando. Luego caía y la sangre se me subía a la cabeza. Después sufría la humillación de mis amigos, se reían de mí, de mi inocencia, de mi estupidez, de mi debilidad. Posteriormente aparecieron las mujeres que yo amé, primero aquellas a quien no me atreví a declararme, que pasaron de largo, y después las que fueron haciéndose con mi corazón, las que me dieron sus besos, su cuerpo y sus lágrimas, y me rodearon, abrieron sus bocas y sus comenzaron a succionar, mientras me embriagaba de placer, la vida que corría por mis venas. Después, nada.

Cuando desperté, todos mis dolores se habían acumulado en mi cabeza, pero ahora era sólo físico, y éste impedía cualquier intento de pensamiento. De mi boca salió un gruñido y mis manos tuvieron el acto reflejo de intentar sacar ese dolor por la fuerza, pero el cráneo se interponía entre ambos. Traté de reunir fuerzas para incorporarme, pero, como si mi cerebro estuviera atado a la superficie en la cual estaba posado, el dolor se multiplicó, haciéndome desechar la idea y volví a mi posición original. La luz atravesaba mis párpados, me quemaban los ojos aún cerrados, y con mi brazo retorné a la oscuridad.

Mientras mi cuerpo volvia, poco a poco, a mi propiedad, comencé a oír pasos y voces cerca de mí, y mi atención se fijó en una voz de mujer joven, suave como un bálsamo de flores, y amable como una caricia en el corazón. Sin aún abrir los ojos, traté de disfrutar de ella, intentando, inconsciente e inútilmente, imaginar su cara. Con el miedo de quien sale de una cueva tras años bajo tierra, fui abriendo mis párpados, dejando que mis pupilas se cerrasen lo suficiente para aguantar la implacable luz. Cuando pude enfocar y distinguir los elementos que componían el techo, sobre mí se alzó la cara de una chica vestida de bata, pelo moreno, liso y corto, ojos claros y sonrisa encantadora. Habló y... era ella... era un ángel, era un milagro... quería, de repente, estar a solas con ella, que me cuidase eternamente, y protegerla, hacerla feliz para que nunca dejara de tener esa sonrisa en su boca. Me preguntó si estaba bien, y torpemente no supe decir otra cosa que sí.

No volví a verla. Cuando pude tenerme en pie y mi cabeza se aclaró, me dejaron ir. A la salida, el mundo se abría de nuevo a mis pies, pero sabía que en cualquier sitio mis pesadillas me estaban esperando. Lo único que me tranquilizaba era ver a la gente pasar, e imaginar sus vidas, sus momentos felices, sus tristezas, darme cuenta de que soy sólo uno más que sufre la enfermedad del amor.

Guillermo Velasco. 21-02-2010
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